Michio Kaku

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Una de las más famosas predicciones del Día del Juicio Final fue hecha por astrólogos que predijeron un gran diluvio que acabaría con el mundo el 20 de febrero de 1524, basándose en la conjunción de todos los planetas en los cielos: Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno. Una oleada de pánico barrió Europa. En Inglaterra, 20.000 personas huyeron de sus casas presas de la desesperación. Alrededor de la iglesia de San Bartolomé se construyó una fortaleza con reservas de comida y agua para los dos últimos meses. Por toda Alemania y Francia la gente se afanó en construir grandes arcas para sobrevivir al diluvio. El conde Von Iggleheim construyó incluso una enorme arca de tres pisos preparándose para este suceso trascendental. Pero cuando por fin llegó la fecha, solo hubo una ligera lluvia. El miedo de las masas se transformó rápidamente en ira. Quienes habían vendido todas sus pertenencias y habían cambiado de vida por completo se sintieron traicionados. Turbas furiosas empezaron a causar estragos. El conde fue apedreado hasta morir, y cientos de personas murieron cuando la turba salió en estampida. Los cristianos no son los únicos que creen en el don de la profecía. En 1648 Sabbatai Zevi, el hijo de un rico judío de Esmirna, se proclamó Mesías y predijo que el mundo se acabaría en 1666. Apuesto, carismático y bien versado en los textos místicos de la Cábala, no tardó en reunir a un grupo de seguidores leales, quienes difundieron la nueva por toda Europa. En la primavera de 1666, judíos de regiones tan distantes como Francia, Holanda, Alemania y Hungría empezaron a hacer sus equipajes y acudir a la llamada de su Mesías. Pero ese mismo año Zevi fue arrestado por el gran visir de Constantinopla y arrojado a la prisión con cadenas. Enfrentado a una posible sentencia de muerte, se deshizo de sus vestimentas judías, adoptó un turbante turco y se convirtió al islam. Decenas de miles de sus devotos seguidores abandonaron el culto con gran desilusión. Las profecías de los videntes resuenan incluso hoy, e influyen en la vida de decenas de millones de personas en todo el mundo. En Estados Unidos, William Miller declaró que el día del Juicio Final llegaría el 3 de abril de 1843. Mientras las noticias de esta profecía se difundían por Estados Unidos, una espectacular lluvia de meteoritos, una de las mayores de su clase, iluminó el cielo nocturno en 1833, lo que dio más fuerza a la profecía de Miller. Decenas de miles de devotos seguidores, llamados milleritas, esperaron la llegada del Armagedón. Cuando llegó 1843 y pasó sin que llegara del Fin de los Días, el movimiento millerita se dividió en varios grupos. Debido al enorme número de seguidores que habían acumulado los milleritas, cada una de estas sectas iba a tener un gran impacto en la religión hasta hoy. Una gran fracción del movimiento millerita se reagrupó en 1863 y cambió su nombre por el de Iglesia Adventista del Séptimo Día, que hoy cuenta con unos 14 millones de miembros bautizados. Entre sus creencias ocupa un lugar central la inminente Segunda Venida de Cristo. Otro secta de milleritas derivó más tarde hacia la obra de Charles Taze Russell, que retrasó la fecha del Día del Juicio Final a 1874. Cuando esa fecha también pasó, revisó su predicción, basada en el análisis de las grandes pirámides de Egipto, para situarla en 1914. Este grupo se llamaría más tarde Testigos de Jehová, con una afiliación de más de 6 millones de personas. Pese a todo, otras fracciones del movimiento millerita continuaron haciendo predicciones, lo que precipitaba nuevas divisiones cada vez que fallaba una predicción. Un pequeño grupo escindido de los milleritas se denominó la Rama Davidiana, que se separó de la Iglesia Adventista del Séptimo Día en la década de 1930. Tenían una pequeña comuna en Waco, Texas, que cayó bajo la influencia carismática de un joven predicador llamado David Koresh, que hablaba hipnóticamente del fin del mundo. Este grupo tuvo un violento final en un trágico enfrentamiento con el FBI en 1993, cuando un voraz infierno consumió la finca, incinerando a 76 miembros, entre ellos 27 niños, y también Koresh.
LAS MÁQUINAS DE MOVIMIENTO PERPETUO A TRAVÉS DE LA HISTORIA La búsqueda de máquinas de movimiento perpetuo es antigua. El primer intento registrado de construir una máquina de movimiento perpetuo se remonta al siglo VIII en Baviera. Fue un prototipo para los cientos de variantes que se propusieron en los mil años siguientes; se basaba en una serie de pequeños imanes unidos a una rueda, como una noria. La rueda estaba colocada por encima de un imán mucho mayor situado en el suelo. Se suponía que a medida que cada imán de la rueda pasaba sobre el imán estacionario, era primero atraído y luego repelido por el imán más grande, lo que empujaba así a la rueda y creaba un movimiento perpetuo. Otro ingenioso diseño fue ideado en 1150 por el filósofo indio Bhaskara, que propuso una rueda que daría vueltas continuamente si se añadía un peso en el borde; el peso desequilibraría a la rueda y la haría girar. El peso haría un trabajo mientras la rueda hacía una revolución, y luego volvería a su posición original. Iterando esto una y otra vez, Bhaskara afirmaba que él podía extraer trabajo ilimitado de forma gratuita. Los diseños bávaro y de Bhaskara para máquinas de movimiento perpetuo y sus numerosas variantes comparten el mismo principio: algún tipo de rueda que puede dar una vuelta sin adición de energía y producir trabajo útil en el proceso. (Un examen cuidadoso de estas ingeniosas máquinas suele poner de manifiesto que realmente se pierde energía en cada ciclo, o que no puede extraerse trabajo utilizable.) La llegada del Renacimiento aceleró las propuestas de máquinas de movimiento perpetuo. En 1635 se concedió la primera patente para una máquina de movimiento perpetuo. En 1712 Johann Bessler había analizado unos trescientos modelos diferentes y propuso un diseño propio. (Según la leyenda, su doncella reveló más tarde que su máquina era un fraude.) Incluso el gran pintor y científico del Renacimiento Leonardo da Vinci se interesó en las máquinas de movimiento perpetuo. Aunque las criticaba en público, comparándolas con la búsqueda infructuosa de la piedra filosofal, en sus cuadernos de notas privados hacía bocetos ingeniosos de máquinas de movimiento perpetuo autopropulsadas, incluidas una bomba centrífuga y un gato utilizado para rotar una broqueta de asar sobre un fuego. En 1775 se estaban proponiendo tantos diseños que la Real Academia de Ciencias de París anunció que «ya no aceptaba ni estudiaba propuestas concernientes a movimiento perpetuo». Arthur Ord-Hume, un historiador de las máquinas de movimiento perpetuo, ha escrito sobre la incansable dedicación de estos inventores, con todos los elementos en contra, comparándolos a los antiguos alquimistas. Pero, señalaba, «incluso el alquimista… sabía cuándo estaba batido».
¿Y SI LA RELIGION FUERA UN DAÑO CEREBRAL? Esta línea de investigación empezó en la década de 1950, cuando el neurocirujano canadiense Wilder Penfield practicaba cirugía en el cerebro de pacientes epilépticos. Descubrió que cuando estimulaba con electrodos ciertas regiones del lóbulo temporal del cerebro, las personas empezaban a oír voces y a ver apariciones fantasmales. Los psicólogos saben que las lesiones cerebrales causadas por la epilepsia pueden hacer que el paciente perciba fuerzas sobrenaturales, que demonios y ángeles controlan los sucesos a su alrededor. (Algunos psicólogos incluso han teorizado que la estimulación de estas regiones podría ser la causante de las experiencias semimísticas que están en la base de muchas religiones. Otros han especulado con que quizá Juana de Arco, que condujo sin ayuda a las tropas francesas a la victoria en batallas contra los británicos, podría haber sufrido una lesión semejante causada por un golpe en la cabeza.) Basándose en esas conjeturas, el neurocientífico Michael Persinger de Sudbury, Ontario, ha creado un casco especialmente cableado diseñado para emitir ondas de radio al cerebro a fin de provocar pensamientos y emociones específicos, tales como sentimientos religiosos. Los científicos saben que cierta lesión en el lóbulo temporal izquierdo puede hacer que el cerebro izquierdo se desoriente, y el cerebro podría interpretar que la actividad en el hemisferio derecho procede de otro «yo». Esta lesión podría crear la impresión de que hay un espíritu fantasmal en la habitación, porque el cerebro es inconsciente de que esa presencia es en realidad tan solo otra parte de sí mismo. Dependiendo de sus creencias, el paciente podría interpretar ese «otro yo» como un demonio, un ángel, un extraterrestre o incluso Dios. En el futuro quizá sea posible emitir señales electromagnéticas a partes precisas del cerebro de las que se sabe que controlan funciones específicas. Lanzando tales señales a la amígdala se podrían provocar ciertas emociones. Al estimular otras regiones del cerebro se podrían evocar imágenes y pensamientos visuales. Pero la investigación en esta dirección está solo en sus primeras etapas.
Lamentablemente, algunos de los más grandes científicos del siglo XIX adoptaron la postura contraria y declararon que algunas tecnologías eran imposibles sin esperanza alguna. Lord Kelvin, quizá el físico más preeminente de la era victoriana (está enterrado cerca de Newton en la abadía de Westminster), declaró que aparatos «más pesados que el aire» como los aeroplanos eran imposibles. Pensaba que los rayos X eran un fraude y que la radio no tenía futuro. Lord Rutherford, el descubridor del núcleo del átomo, descartó la posibilidad de construir una bomba atómica, diciendo que eran «pamplinas». Los químicos del siglo XIX declaraban que la búsqueda de la piedra filosofal, una sustancia fabulosa que podía convertir el plomo en oro, era científicamente una vía muerta. La química del siglo XIX se basaba en la inmutabilidad esencial de los elementos, como el plomo. Pero con los colisionadores de átomos actuales podemos, en principio, convertir átomos de plomo en oro. Pensemos en lo que hubieran parecido los fantásticos televisores, ordenadores e internet de hoy a comienzos del siglo XX. Hasta no hace mucho, los agujeros negros se consideraban ciencia ficción. El propio Einstein escribió un artículo en 1939 que «demostraba» que nunca podrían formarse agujeros negros. Pero hoy día, el telescopio espacial Hubble y el telescopio Chandra de rayos X han revelado la existencia de miles de agujeros negros en el espacio.