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En 1858, Edgardo Mortara, un niño de seis años de padres judíos que vivía en Bolonia, fue legalmente secuestrado por la policía papal que actuaba bajo las órdenes de la Inquisición. Edgardo fue sacado a rastras a la fuerza y separado de su llorosa madre y de su angustiado padre, para ser llevado a los Catecúmenos (casas para la conversión de judíos y musulmanes) en Roma y, a partir de ahí, ser educado como católico romano. Excepto en ocasionales y breves visitas bajo la cercana supervisión sacerdotal, sus padres nunca volvieron a verle. La historia la cuenta David I. Kertzer en su extraordinario libro El secuestro de Edgardo Mortara. La historia de Edgardo no era en absoluto inusual en la Italia de aquel tiempo, y la razón para esas abducciones sacerdotales era siempre la misma. En todos los casos, el niño había sido bautizado secretamente en alguna fecha anterior, normalmente por una niñera católica, y la Inquisición aparecía tras tener noticias del bautismo. Era una parte central del sistema de creencias católico romano que, una vez que un niño había sido bautizado, no importa cuán informal y clandestinamente, ese niño se convertía de modo irrevocable en cristiano. En su mundo mental no existía la opción de permitir que un «niño cristiano» permaneciera junto con sus padres judíos, y mantenían esta extraña y cruel postura de forma categórica y con la máxima sinceridad, frente a la indignación mundial. Esa indignación generalizada, por cierto, fue negada por el periódico católico Civiltà Cattolica, diciendo que se debía al poder internacional de los judíos ricos —suena familiar, ¿no? Aparte de la publicidad que despertó, la historia de Edgardo Mortara era completamente típica de muchas otras. En tiempos lo cuidó Anna Morisi, una chica católica analfabeta que en aquellos momentos tenía catorce años. Cayó enfermo y a ella le entró pánico de que muriera. Educada en el estupor de la creencia de que un niño que muriera sin bautizar sufriría por siempre en el infierno, pidió consejo a un vecino católico, quien le dijo cómo bautizarlo. Volvió a la casa y con un cubo echó un poco de agua sobre la pequeña cabeza de Edgardo, y dijo: «Yo te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo». Y eso fue todo. Desde ese momento, Edgardo era legalmente cristiano. Cuando los sacerdotes de la Inquisición se enteraron del incidente años después, actuaron rápida y decisivamente, sin pensar en las penosas consecuencias de su acción. Asombrosamente, la Iglesia católica permitió (y todavía permite) un rito que puede tener tan monumental significado para toda una familia, es decir, que cualquier persona bautice a cualquier otra. El bautista no tiene por qué ser sacerdote. Ni el niño, ni los padres, ni nadie más tiene que consentir el bautismo. No se necesita que se firme nada. No se necesita que nada sea oficialmente testificado. Todo lo que se necesita es una rociada de agua, unas pocas palabras, un niño indefenso y una niñera supersticiosa y con el cerebro lavado por el catecismo. Realmente, solo se necesita esto último, porque, asumiendo que el niño es demasiado joven para ser un testigo, ¿quién lo iba a saber? Una colega americana que fue educada en el catolicismo me escribió lo que sigue: «Solemos bautizar a nuestras muñecas. No recuerdo a ninguno de nosotros bautizando a nuestros amiguitos protestantes, aunque sin duda eso ha pasado y sigue pasando hoy día. Hacemos católicas a nuestras muñecas, las llevamos a la iglesia, les damos la sagrada comunión, etc. Tenemos el cerebro lavado para ser buenas madres católicas desde muy pequeñas». Si las niñas del siglo XIX fueran de algún modo similares a sus homólogas modernas, es sorprendente que casos como el de Edgardo Mortara no fueran más comunes de lo que eran. Como sucedió, tales historias eran penosamente frecuentes en la Italia del siglo XIX, lo que hace que uno se haga la pregunta obvia. ¿Por qué esos judíos de los Estados papales empleaban sirvientes católicos, dados los horribles riesgos que corrían al hacerlo? ¿Por qué no ponían cuidado en contratar sirvientes judíos? La respuesta, de nuevo, no tiene nada que ver con el sentido común y todo con la religión. Los judíos necesitan sirvientes cuya religión no les prohíba trabajar en sábado. En efecto, se podía confiar en que una sirvienta judía no bautizaría a tu hijo y lo dejaría huérfano espiritualmente. Pero no podría encender el fuego o limpiar la casa en sábado. Esto fue por lo que, de las familias boloñesas del momento que podían permitirse tener sirvientes, la mayoría contrataba católicos. En este libro me he abstenido deliberadamente de detallar los horrores de las cruzadas, de los conquistadores [99] y de la Inquisición española. En todos los siglos y en todas las creencias pueden encontrarse personas crueles y malvadas. Pero esta historia de la Inquisición italiana y de su actitud hacia los niños es particularmente reveladora de la mentalidad religiosa y de los males que surgen específicamente porque es religiosa. En primer lugar tenemos la extraordinaria percepción de la mentalidad religiosa de que una rociada de agua y un breve conjuro verbal puede cambiar totalmente la vida de un niño, tomando precedencia sobre el consentimiento paterno, el consentimiento del propio niño, la propia felicidad y el bienestar psicológico del niño... sobre todo lo que el sentido común normal y los sentimientos humanos verían como importante. El cardenal Antonelli lo explicó detalladamente en aquel momento en una carta a Lionel Rothschild, el primer miembro judío del Parlamento británico, quien había escrito protestando por la abducción de Edgardo. El cardenal replicó que no tenía autoridad para intervenir, y añadió: «Puede ser oportuno observar que, si la voz de la naturaleza es poderosa, incluso más poderosos son los deberes sagrados de la religión». Sí, bien, eso lo dice todo, ¿no? En segundo lugar está el extraordinario hecho de que los sacerdotes, cardenales y el Papa parecen genuinamente no haber comprendido que estaban haciendo una cosa terrible al pobre Edgardo Mortara. Supera toda comprensión sensible, pero sinceramente creían que le estaban haciendo un bien arrancándole de sus padres y dándole una educación cristiana. ¡Sentían un deber de protección! Un periódico católico de Estados Unidos defendió la postura del Papa en el caso Mortara, argumentando que era impensable que un gobierno cristiano «pudiera dejar que un niño cristiano fuera educado por un judío» e invocando el principio de la libertad religiosa, «la libertad de un niño para ser cristiano y no ser forzado obligatoriamente a ser judío... La protección del niño por parte del Santo Padre, frente a todo el feroz fanatismo de infidelidad e intolerancia, es el mayor espectáculo moral que el mundo ha visto durante años». ¿Ha existido alguna vez una mala interpretación más flagrante de palabras tales como «forzado», «obligatoriamente», «feroz», «fanatismo» e «intolerancia»? Aunque todo parece indicar que los apologistas católicos, desde el Papa hacia abajo, creían sinceramente que lo que estaban haciendo era correcto: absolutamente correcto moralmente, y correcto para el bienestar del niño. Tal es el poder de (dominante, «moderada») la religión para pervertir el sentido común y para pervertir la decencia humana normal. El periódico Il Cattolico estaba francamente desconcertado por el fracaso generalizado de no ver el magnánimo favor que la Iglesia había hecho a Edgardo Mortara cuando le rescató de su familia judía: Quienquiera entre nosotros que haga una pequeña reflexión seria sobre el asunto, y compare la condición de un judío —sin una verdadera iglesia, sin un rey y sin una patria— dispersos y siempre extranjeros dondequiera que vivan en la faz de la tierra y, más aún, infamados por la repugnante mácula con la que los asesinos de Cristo están marcados... comprenderá inmediatamente cuán grande es esta ventaja temporal que el Papa ha conseguido para el niño Mortara.